“No hay un
día en que no deje de pensar en Mirna. Extraño el silbido de su respiración
durante la noche, sus polvorones y hasta esa canción melosa que tarareaba a
diario. Es triste ver cómo su presencia se va transformando en un recuerdo. Un
recuerdo es tan poco… Pero son momentos. Hay días peores que otros, como este,
en que debería estar frente al altar de la iglesia que habíamos elegido y no
sentando a la orilla del río esperando a un cisne desagradecido.

¿Qué fue lo
que me enamoró de Mirna? Creo que su descaro. Recuerdo cómo nos conocimos. Yo
había llevado a un grupo de niños al Palmengarten y estaba haciendo mi primera
experiencia como maestro. Tenía terror de que alguno se perdiera y los contaba
a cada rato. Mirna era la encargada de realizar la visita guiada y en realidad
debía hablar sobre plantas, pero uno de los niños se interesó por el
comportamiento de un mirlo. Fue cuando ella comenzó a hablarles sobre mirlos y
urracas. Los mirlos prefieren buscar su comida en la tierra, escarbando entre
hojas secas y ramas, mientras que las urracas, dijo señalando un ejemplar de
pecho blanco y cola negra, se alimentan de los insectos y frutos que encuentran
en los árboles. Es como en casa, la madre se dedica a las tareas del hogar y
el padre trabaja en la oficina, agregó con una liviandad que me estremeció.
¿Entonces el mirlo es la mamá y la urraca el papá?, insistió el mismo niño ante
la mirada expectante de los demás. ¡Exacto!, respondió Mirna. Sin permitirle
que agregara una palabra más la agarré del brazo y la llevé a un lugar apartado
para exigirle que rectificara de inmediato el disparate que había dicho. Si alguien
debía dar explicaciones, ese era yo, que para eso era el maestro, fue su
respuesta. Convencido de que no tenía sentido seguir discutiendo con una
jardinera perturbada me dispuse a reinstaurar la sensatez en las ideas de mis
educandos, intento que quedó truncado cuando descubrí que el grupo,
aprovechando mi distracción, se había dispersado en varias direcciones. Las
niñas corrían detrás de los mirlos y los niños festejaban con pequeños saltos
el andar torpe de la urraca. Impotente e indignado le recriminé a Mirna su
imprudencia por confundir a los niños de esa manera y por echar a perder mi
primera excursión escolar. Ella se limitó a decir, más por compasión que por
otra cosa, que a los niños había que darles lo que pedían porque ya la vida se
encargaría de desilusionarlos. Y si tenía alguna duda, agregó antes de
continuar con la poda de un bonsái, encantada me la aclaraba esa misma noche
pero en privado."
La soledad
del cisne (fragmento)